Los domigos son para el verano (III)

Salgo del mercado con las manos llenas de bolsas -así de fácil de convencer soy en lo que a comida se refiere- y bajo hacia el puerto buscando a Fernando. Fernando es alto y moreno, con la complexión fuerte que les da el mar a los pescadores. A veces me parecía que te incomodaba un poco su presencia. Es dicharachero y siempre tiene un piropo a mano; el tipo de persona que te apetece encontrarte por las mañanas.Me llama guapa y me ayuda con las bolsas mientras subo a su barco. Como siempre, tiene un desayuno tardío preparado en cubierta que yo le cambio por algunas de las frambuesas que me ha regalado Doña Valentina. Puede que sea una costumbre adquirida de sus días en el mar, pero Fernando entrecierra un poco los ojos cuando habla, como si le molestara el sol. Me acerca una rebanada de su hogaza de pan y me pregunta qué tal llevo el día. No es un tipo solitario, pero sé que agradece mi presencia después de una larga mañana de pesca.

El barco rojo de Fernando se llama Libertad, y siempre me ha hecho gracia lo bien que le sienta ese nombre a su patrón. Fernando va, viene, hace y deshace, no tiene compromisos ni más preocupación que la pesca. A menudo coge su barco y desaparece una temporada, solo para volver aún más moreno y con más historias que contar. Cuando llegué al pueblo me enamoré de él, no te voy a engañar; es un ritual por el que todas hemos pasado. Pero pronto te hace ver que es imposible atarlo a ningún lugar. Hoy me cuenta cosas de su amiga Celia; hace tiempo que habla de ella. Me pregunto cuánto durará.

Desde el barco de Fernando te veo entrar en el bar de Miguel. Sé que me has visto y has fingido no verme, pero también sé que me estás esperando. Así que le pido a Fernando que me lleve a dar un paseo por el mar.

Llevo toda la mañana sin parar de darle vueltas a lo que me has dicho, intentando atar los cabos sueltos de la historia, luchando por encontrarle una explicación lógica. Pero de momento no estoy teniendo ningún resultado positivo. Sé que sabes que me puede la curiosidad. Que la deformación profesional es más grande que cualquier otra cosa, y tiene siempre más peso que mis ganas de no complicarme la vida. Aunque te haya repetido por activa y por pasiva que estoy de vacaciones y todos los que me conocen estén de acuerdo en que las necesito.

Soy consciente de que esta curiosidad es uno de mis peores defectos, he aprendido por las malas que a veces hay cosas que es mejor no saber. Pero es más fuerte que yo. Mi jefe lo sabe, y por eso me mantiene en mi puesto. Desde que empecé la carrera de periodismo sospeché que iba a ser buena en mi trabajo, pero nunca creí que llegara a convertirse en una obsesión.

Fernando da un giro brusco al barco y me saca de mis pensamientos.

– “Venga, vamos a darnos un baño”.