Los domingos son para el verano

Una parte de mi quería olvidar a Shakespeare, a Fitzgerald, todos los cursos de literatura que había hecho los veranos de mi vida, sacar la vena rebelde que odiaban todos los profesores de lengua que habían tenido que lidiar conmigo en el instituto, desaprender todos los consejos que me habían dado mis compañeros y superiores a lo largo de mi carrera. Saltarme los pasos, salirme del sendero, fundir el camino. Quería coger el libro y empezarlo por el final. Quería coger mi investigación y hacer como JK Rowling y crear un mundo alrededor del fin. 

 

No quería tener que avanzar hacia un destino al que no quería llegar en realidad, me hubiera gustado saltarme todo el proceso periodístico e inventarme otra historia. Sabía que la que podía descubrir no iba a gustarme, lo sabía antes de empezar, y me hubiera gustado pensar que lo de mi madre sucedió de otra manera. De un modo épico y cinematográfico, que fuera Warner quien pudiera querer comprarme los derechos y no Almodóvar. 

 

Es cierto que en el fondo todo aquello, aquella sensación, no era más que una manifestación de esa lucha constante que tenemos desde pequeños entre lo que nos gustaría que la vida fuera y lo que realmente termina siendo. Todas aquellas veces que me sentaba delante de mi ordenador creyéndome alguien que no era, sabiéndome una persona diferente a la que proyectaba. Era esclarecedor, saber qué era lo que me bloquea. Pero a la vez frustrante. 

 

Afortunadamente, los años me habían concedido una vía de escape para aquella tensión, me había costado mucho ensayo error, pero sabía qué necesitaba cuando ese estado de ánimo me invadía. Me puse un jersey fino encima de la camiseta blanca que llevaba puesta, unos vaqueros y salí a la calle. 

 

El día se había cerrado por completo y el cielo acompañaba mi humor, era uno de esos días del norte en los que el viento amenaza tormenta pero que es una lotería saber si el cielo descargará o no. Yo no iba lejos, de todas maneras. Atravesé la puerta de madera, giré a la izquierda y entré en el bar. Como todas las tardes, las mesas estaban llenas. Las paredes de piedra y el suelo de azulejo le daban una frialdad al local que contrastaba con la calidez de su dueña, Rosario. Para no desentonar, me acerqué a la barra y pedí un carajillo. Rosario me sonrió y me señaló la mesa de la esquina. – “Creo que tu mesa te está esperando”. 

 

No estabas, pero encontré a tu abuelo jugando a las cartas y me hizo un guiño para que me acercara. Estaba echando la partida con sus perpetuos compañeros de las tardes, pero sabía que cuando me acercara me harían un hueco. – “Estoy pelada”- les dije, mientras me encogía de hombros. Tu abuelo se rio –“entonces tendrás que ganarnos”.

Los domingos son para el verano

Pensaba en esa tortilla de patata una vez al mes. Que tontería la verdad, porque ni siquiera era una buena tortilla. Pero si aparecía de vez en cuando, sin ton ni son, y se colaba en mi cabeza. Igual estaba sentada en la cama mirando al vacío intentando dormir y aparecía. O me visitaba mientras me lavaba los dientes después de comer y obligaba a reiniciarse a mi ciclo del hambre, siempre en constante funcionamiento, como un viejo lavavajillas en una casa con familia numerosa.

No era una tortilla jugosa pero tampoco seca, no especialmente sabrosa pero tampoco se podía decir que fuera insípida. Era una tortilla normal, sencilla. El epítome de lo clásico; huevo, cebolla y patata, las 3 cosas que más tarde desaparecían en una nevera a medio vaciar -eso y el medio limón-.

Siempre que pensaba en esa tortilla de patata le preguntaba por qué. Por qué le dedicaba tiempo.

Era una tortilla individual que había tomado sola, en una de esas cafeterías modernas que parecían hechas en serie, un día de sol y nubes de temperatura suave. Nada, absolutamente nada destacable había en esa experiencia. Ni siquiera recordaba qué hacía en esa cafetería o qué había hecho ese día antes o después de la tortilla. Pero mi cerebro seguía poniendo el foco sobre ella, así que no podía evitar preguntarme qué estaba intentando decirme.

Si, claro, reconozco que en los últimos tiempos ya empezaba a pensar que seguramente yo inconscientemente había hecho entrar a mi cabeza en ese absurdo bucle, como cuando coges miedo a situaciones completamente inofensivas por culpa de alguna película de serie B (mi primo creció temiendo a los ceniceros porque en alguna película mala alguien había recibido una brecha en la cabeza por culpa de un cenicero empleado como arma arrojadiza). Exacto, absurdo. Pero algo me decía que no. Y mi maldito instinto periodístico quería que indagara sobre ese recuerdo.

Estaba exprimiéndolo tanto, que la tortilla cada vez tenía mejor pinta. Y empezaba a crear historias a su alrededor que no tenían ninguna base real.

Por eso me reí aquel día cuando me invitaste a cenar y vi que habías hecho tortilla, porque había sido uno de esos días. Me costó un enfado por tu parte por pensar que me reía de ti, pero todo lo contrario. Me reía de mi misma, porque llevaba meses pensando en una tortilla de patata que nunca existió.

Fue al ver tu tortilla que recordé que en esa cafetería paré de camino al notario un lunes por la mañana, después de lo de mi madre. Y desayuné un bocadillo de jamón mientras leía en el periódico que alguien había cometido una falta de ortografía en la esquela, e ignoraba todos los mensajes que me esperaban en mi móvil apagado. El peor bocadillo de jamón que he tomado en mi vida. Ni rastro de las patatas y el huevo.

Lluvia de verano

Hacía frío. Un frío inaudito para la época del año en la que estábamos. Un frío húmedo que se te metía en los huesos y dificultaba la respiración. Me había despertado en mitad de la noche buscando una manta, tirando de los cojines que había amontonado a los pies de la cama con la esperanza de que me abrigaran un poco. Se oía la lluvia en la ventana caer sin tregua, a bocajarro, sin cuidado. Adoraba estar en casa con la acústica de las gotas en la ventana de fondo, pero el frío me tenía confundida.

Me asomé al exterior, el mar estaba revuelto, revolucionado, una marejada golpeaba las olas contra el cantil del muelle. Un desasosiego me recorrió entera. No era normal esa tormenta, no era normal. Tampoco se había anunciado, habíamos pasado del paseo después de cenar en el italiano, de la calma absoluta al caos, en menos de 6 horas.

Me levanté, incapaz de dormir, y busqué una chaqueta. Fui a la cocina y me preparé un vaso de leche que metí en el microondas, intentaba entrar en calor.

Alargué la mano y cogí de la encimera uno de los muchos libros que había empezado aquel verano. Nada reflejaba mi estado de animo como mis hábitos lectores, y no había conseguido pasar de la página 30 de ninguno de los libros que había comenzado. Éste transcurría en una isla desierta, en un día de sol abrasador. Sonreí al percatarme de la ironía, pero me lo llevé a la cama a ver si conseguía transportarme.

Me habías dejado en casa hacía sólo unas horas pero tuve el arranque de llamarte, quería saber si la tormenta te había despertado. Deseché la idea. A ti no te despertaba ni la tormenta, ni el camión de la basura, ni si me apuras una charanga que mandamos un año a tocar el cumpleaños feliz bajo tu ventana. Si llegara un terremoto tendría que rodearte, incapaz de hacerte volver al mundo de los conscientes. Para ti esa tormenta del demonio sería solo una anécdota que oirías en el bar al día siguiente. Pensé en Fernando, para él la tormenta sería una mañana achicando agua. Para mi iba a ser oficialmente otra noche de insomnio.

Los domingos son para el verano

Salí del ensimismamiento un par de días después por culpa de un antojo de pizza. De pronto, no podía pensar en nada más que en el queso fundido mezclándose con el tomate, quería quemarme por precipitarme demasiado al coger mi trozo, y discutir contigo cuando quisieras robarme un pincho. El mejor restaurante italiano de la zona estaba a un par de pueblos de distancia, también en la costa, cuando el mar empezaba a abrirse. Tenía una terraza enana encima del mar y manteles de cuadros rojos. Todos tenían manteles de cuadros rojos, alguien tenía que haberse forrado en algún momento con esa compra. Alguien debería recorrerse el mundo de italiano de mantel de cuadros en italiano de mantel de cuadros. Podría ofrecerme voluntaria para esa tarea, y ser feliz para siempre.

El restaurante al que quería ir estaba a un par de pueblos de distancia y pasé a recogerte por casa con mi coche. Venías exultante, mi entusiasmo por la pizza es muy contagioso, y además sabías que, como siempre, mis pausas de escribir me podían tener o en un subidón o en un bajón mortífero y aquel día estaba de buen humor.

Era mi mejor estado de ánimo, probablemente, llena de energía, con ganas de comerme el mundo, con un hambre voraz. Llevaba un vestido blanco de lino que no me estorbaba, hacía meses que no me ponía reloj, y estaba morena. Sabía que estaba guapa, y la determinación me volvía sarcástica y ciertamente más divertida que la taciturnidad en la que me sumía cuando las cosas no me salían como quería. Aquí venía la montaña rusa, y era una locura, pero ahora estábamos arriba.

Había estado lloviendo todo el día, las tormentas de verano se habían sucedido, y ahora había vuelto la paz. Y el olor, ese olor a hierba mojada en verano, la calma y el silencio que llenaban el camino de la costa, hacía destacar el color de mi cara, rojo encendido. Bajamos las ventanas, y cuando el silencio empezó a ocupar demasiado espacio en el coche, te adelantaste y pusiste la radio. No recuerdo qué canción sonaba, pero sí que dijiste que era la nueva canción del verano. A mí el sonido del coche deslizándose en aquella calma que seguía a la tormenta me parecía la sintonía del verano compactada, pero siempre he sido más cursi que tú.

Llegamos al restaurante demasiado tarde para un turno convencional, pero Alberto era amigo nuestro y nos sentó en la mesa en la terraza, y nos dijo que no tuviéramos prisa. Sabíamos que no la había, y que cuando termináramos se sentaría con nosotros en la mesa y nos pondría un limoncelo con el que brindar. El mar estaba como un plato, y empezaba a refrescar. Me puse la cazadora vaquera y oteé inquieta desde mi sitio, mirando cómo Alberto metía nuestras pizzas en el horno de piedra y todo empezaba a oler como a mi me gustaba; podría alimentarme solo por el olor, a veces.

– Bueno…- dijiste. Aquí venía el peaje que tenía que pagar a cambio de que me llevaras a cenar, contarte en qué había estado inmersa los días que había desaparecido. Sonreí burlona.

– ¿No vas a dejarme cenar primero?- bromeaba, habías esperado pacientemente hasta que la promesa de pizza era suficientemente tangible; sabías que hambrienta no ibas a sacar nada de mí, pero ahora que ya estaba llegando mi cena podía mostrarme más dispuesta. – No he avanzado demasiado, estoy empezando por poner por escrito los hechos que ya tengo, antes de ponerme a investigar.

– No estamos hablando de hechos e investigación periodística, esto eres tú, tiene que verse reflejado todo lo demás.- fruncí el ceño.

– Lo sé, pero poco a poco. De momento voy a poner en orden lo que sé y después me enfrentaré a cómo me siento.

No te gustó mi respuesta, y yo sabía que no era el orden en el que debía hacer las cosas, pero estaba retrasándolo todo lo posible. Cogí un trozo de pizza recién salido del horno y me quemé, por supuesto. No quería ponerme de mal humor. Quería disfrutar de la noche.

– Te he dicho que voy a hacerlo, y lo voy a hacer.

– Creo que puede ser una buena terapia para ti.

Me reí. – Hay cosas que no se superan, y que no hace falta superar, solo es importante aprender a vivir con ellas.

– Aprender a vivir con el hecho de que ocurrieron, no con los fantasmas.

Sonreí, un poco triste. Mi madre seguía allí, los domingos cuando escuchaba a Serrat en el balcón de la cocina casi la podía oír de fondo, limpiando cazuelas, ruido blanco. Incluso en ese restaurante, sentada contigo, el silencio y las luces colgantes de la terraza me recordaban el olor a lavanda del suavizante con el que lavaba la ropa, y la noche después de selectividad que nos escapamos de Madrid para cenar pizza. Cualquier sitio por el que pasaba no era un sitio en sí mismo, no tenía entidad propia, era el sitio en el que mi madre compraba los libros de cocina, el restaurante en el que mi madre trabajaba, la terraza a la que salía a leer, el armario donde guardaba su ropa, la bolsa donde metía el pan recién hecho que amasaba los domingos, justo a tiempo para desayunar. Incluso tú, a veces, eras el chico del que mi madre se quejaba, cariñosa, porque “estaba hasta en la sopa”.

Me tocaste el brazo, resoplé y volví a la cena contigo, y a mi pizza. Y a la conversación intrascendente. Dejé que cambiaras de tema delicadamente y me contaras los últimos cotilleos de la semana. El mar seguía siendo salado, tus abuelos seguían bien, y tú querías tener un perro, nada había cambiado. Cuando llegué en mayo pensé que iba para quince días, no tenía intención de pasar más tiempo del que la burocracia me aconsejara entre las paredes de casa de mi madre. Ahora, tres meses después, me moría de ganas de que dieras el paso, adoptaras el perro, y fuera un poco mío. Los acontecimientos se estaban precipitando.

Cuando terminamos la pizza pedimos el tiramisú de Alberto, que llevaba (o eso decía) el mejor Mascarpone de toda la provincia, y nos tomamos un chupito con él. Alberto llevaba solo un par de años en el pueblo, cuando después de recorrer el mundo llegó, de vuelta de todo. Siempre había tenido intención de encontrar un lugar recóndito donde montar un restaurante español y vivir una vida tranquila, hasta que se dio cuenta de que el lugar más recóndito era su casa, y el restaurante italiano que su padre regentaba. Lo bueno era que sus experiencias en el extranjero le hacían ser el mejor relator de anécdotas de los alrededores, y el chupito de limoncelo siempre acababa convirtiéndose en tres o cuatro negronis. Auténticos, con la receta italiana que le había enseñado el mejor coctelero de Roma -si sus anécdotas no tendían a la hipérbole, no eran tal-. Si el día era verdaderamente propicio, su padre podía dejarse caer por el restaurante para supervisar el cierre y sentarse también con nosotros; y el dúo cómico que formaban, el uno con la cabeza en las nubes y el otro intentando ponerle los pies en la tierra, no tenía parangón.

Salimos de allí un poco borrachos, con el punto suficiente – o la excusa necesaria- para dar un paseo antes de coger el coche. Si me hubieran hecho en ese momento el cuestionario Proust, y me hubieran pedido que describiera un momento de felicidad perfecta, creo que podría ser ese. Nunca es una respuesta obvia, siempre tendemos a comparar un momento con otro a la hora de intentar definir cuál consideramos que es nuestra felicidad. Muchas veces pensamos en pasado y decimos “en ese momento era feliz” y obviamos un presente en el que seguramente también lo seamos. Pero ese momento, el olor a lluvia de verano, la carretera despejada, la satisfacción, los dos negronis, los últimos restos de tomate aún en la comisura del labio, el paseo sin prisa, mi vestido blanco y tu pantalón azul, desde luego se podía acercar bastante.

Cuando llegamos al coche y me senté en el asiento del copiloto, me miraste un poco serio antes de arrancar.

– ¿Ya me has perdonado?- no me esperaba la pregunta, porque hacía años que no me la hacías, pensé que habías renunciado ya a obtener una respuesta. Aun así, mi estado de ánimo me dio la rapidez para darte una respuesta firme sin complicarme demasiado.

– No tengas prisa- contesté con una sonrisa enorme que decía lo que tú ya intuías y yo todavía no me atrevía a decirte. – No tengas prisa.

Los domingos son para el verano

Me había despertado intensa, como si esos días que había estado flotando, ligera, fueran solo una cuenta pendiente con la profundidad. Las contraventanas rayaban la pared con luz, y eso me hacía feliz. Dejé que el sol fuera creciendo antes de abrir la ventana y permitir que entrara, imparable. Solo entonces me aventuré a hacer café.

El escritorio de mi habitación había acumulado polvo el último mes, como un recordatorio constante de que no estaba haciendo uso de él, la culpabilidad llamando a la puerta, un grillo infatigable que amanece trasnochado y canta a todas horas. Cuando volví de la cocina, con mi taza favorita en la mano, tenía claro que aquel día lo iba a dedicar a escribir. Ese estado de ánimo en el que me encontraba era pura inspiración para mí.

La brisa del mar se colaba aún por la ventaba, haciendo bailar a las cortinas, revolviendo los papeles que había caídos por distintos sitios de la habitación. Aunque solía escribir a ordenador, todo lo imprimía, era la única forma de autoeditarme y corregirme en aquello que no quería decir. Mi escritura a ordenador era tosca, ruda. El bolígrafo era el utensilio que me hacía refinarme.

El color también era importante -manías-, despejaba de la vista todo aquello que pudiera llamarme la atención en un momento de concentración. Dejaba los blancos, los neutros. Recogía el bañador naranja y apartaba las flores amarillas de mi campo de visión. El suelo de madera empezaba a calentarse con el sol, siempre escribía descalza.

Tenía el arranque, me faltaban las ideas. En mi cabeza se repetía constantemente “me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir”, pero intuía que necesitaba un comienzo algo menos dramático. En cualquier caso, fue pulsar la primera tecla y no parar de aporrear el teclado en toda la mañana. Te dije que no me molestaras, intuyendo que entrarías en mi casa como un obús para concretar lo que habíamos hablado la noche anterior. Siempre respetabas esos ratos, así que no estaba preocupada. Sabías que te llamaría cuando hiciera un descanso, pero que eso podía pasar en cualquier momento entre el mediodía y el fin de semana.

A media mañana hice una pausa y salí al balcón. Era un domingo de verano, lento, perezoso. No había gente en la calle y el azul era más intenso que nunca. Era un buen día para empezar un libro.

Los domingos son para el verano

Te dije que sí y una parte de mí vaticinó una catarsis. Estábamos bailando, la música sonaba con ese sonido estridente de los conciertos de pueblo, las luces creaban a nuestro alrededor una galaxia en medio de un agujero negro, un pueblo pequeño iluminado en la oscuridad de la noche. Habíamos tomado unas copas y me esperé saltos y gritos. Se me olvidó por un momento con quién estaba hablando. Dejaste de bailar y bajaste la copa que tenías en la mano. –“¿Estás segura?”. Yo asentí y tú sonreíste. Eso fue todo. Una mirada de determinación y emoción contenida, un paréntesis, después recogiste la copa y seguiste bailando. Y yo bailé contigo.

Había tomado ese tipo de decisión que iba a hacer que me abriera por dentro, y que podía tener consecuencias tremendas o tremendamente dramáticas. Iba a ser un proceso doloroso y largo, que iba a iniciar la caída del dominó, y no teníamos previsto cómo pararlo. Todas las consecuencias, fueran las que fuesen, iban a tener una repercusión exponencial en mí, y por extensión en ti, y admiré lo terco que eras y lo poco que te importaba. Íbamos a revolverlo todo y aun así querías subirte al carro, teniendo confianza aún en que tú y yo íbamos a salir indemnes de todo. Tu inocencia a veces me asustaba. Era una decisión, al fin y al cabo, y sería consecuente con ella. Dónde me llevaría aquello, no teníamos manera de saberlo, pero en tu cabeza me iba a llevar a ganar el siguiente Pullitzer y tu entusiasmo era contagioso.

Lo sentía por ti, en el fondo, por ti que eras el que iba a subirse en la montaña rusa de emociones en que aquello iba a convertirme, y por ti que eras quién iba a tener que sacarme del agujero si algún día me encontraba con un bache. Me daba miedo. Un miedo que me atenazaba si me paraba a pensarlo.

Me paré en seco, dejé de bailar y me fui buscando paz. No podíamos olvidar que llevaba siglos ignorando todo mi pasado, que había estado evitando las fotos y haciéndome pasar por otra cuando alguien me decía “yo a tí te conozco” –“que va, se ha debido equivocar”. El único sitio en el que me sentía en paz, y con la posibilidad de ser yo misma en todas mis formas, de encajar todas las piezas y ser el puzle completo, era esa bahía pequeña; y solo porque todos los que estaban ahí conocían la historia y no hacían preguntas.

Querías que escribiera sobre mi familia. Habías encontrado una foto en casa de tus abuelos un día cualquiera, y había despertado en ti esa bombilla de editor frustrado que llevabas a cuestas. 

Seguí andando hasta que llegué a mi casa y me metí en la cama, agotada. Por el camino me tropecé un arbusto de flores amarillas que ahora, en la oscuridad de la noche, parecía reírse de mí.

Los domingos son para el verano

Siendo sincera, tengo dudas de que el recuerdo que tengo de aquellos días se ajuste a la realidad de lo que verdaderamente fue. Peco mucho de esto, de tener una memoria creativa; a veces recuerdo con implacable nitidez cosas que ni siquiera ocurrieron, o desarrollo un recuerdo entero basado en una fotografía vieja y entiendo que eso ya me da el derecho a autoproclamarme presente en ese espacio tiempo. Todos tenemos defectos. Por eso no estoy segura de si mi memoria me engaña o no, pero no me preocupa, generalmente los escenarios que yo edito me satisfacen.

En todo caso, la luz era especial, difícil de imaginar. Era una luz suave de principios de verano, esa luz que parece diseñada para catapultar la belleza. Estábamos en un embarcadero de madera, y había cerveza. No tengo claro si el embarcadero daba al mar, o a un lago, pero había agua, porque la luz se reflejaba en ella. Por aquella época estaba leyendo algún libro que me tenía horas embobada reflexionando, no recuerdo cuál, pero vamos a pensar que algo pretencioso, por adornar.  El caso es que estoy segura de que era culpa mía que lleváramos toda la tarde en un silencio denso y espeso, uno un tanto incómodo, pero no lo suficiente como para animarme a romperlo. Yo era consciente de que se estaba formando un malentendido, y que tú pensabas que yo estaba dando vueltas a cómo empezar a desgranar la tarea que me habías pedido, cuando en el fondo yo solo estaba teniendo un debate interno de esos que solía tener a veces cuando leía a un autor que era apabullantemente mejor que yo, discutiendo conmigo misma si sería capaz de volver a escribir.

Yo había decidido disfrutar del proceso, estaba retrasando lo máximo posible ese momento en que la balanza se daría la vuelta y las responsabilidades se proyectarían en mí. Hacía siglos que había tomado una decisión, pero era una que no quería tomar y estaba postergando lo inevitable hasta el infinito, disfrutando de las semillas que tú creías estar plantando. Sabía que se acercaba el momento de decirte que sí, pero esa tarde de principios de verano se parecía a una metáfora en la que quería vivir. Aceptar sería como empujar la primera pieza del dominó, y entonces desaparecería esa luz, y ese silencio denso, y toda esa paz que nos rodeaba, y tendríamos que empezar a hablar.

Siendo sincera, tengo dudas de que el recuerdo que tengo de aquellos días se ajuste a la realidad de lo que verdaderamente fue. Peco mucho de esto, de tener una memoria creativa; a veces recuerdo con implacable nitidez cosas que ni siquiera ocurrieron, o desarrollo un recuerdo entero basado en una fotografía vieja y entiendo que eso ya me da el derecho a autoproclamarme presente en ese espacio tiempo. Todos tenemos defectos. Por eso no estoy segura de si mi memoria me engaña o no, pero no me preocupa, generalmente los escenarios que yo edito me satisfacen.

En todo caso, la luz era especial, difícil de imaginar. Era una luz suave de principios de verano, esa luz que parece diseñada para catapultar la belleza. Estábamos en un embarcadero de madera, y había cerveza. No tengo claro si el embarcadero daba al mar, o a un lago, pero había agua, porque la luz se reflejaba en ella. Por aquella época estaba leyendo algún libro que me tenía horas embobada reflexionando, no recuerdo cuál, pero vamos a pensar que algo pretencioso, por adornar.  El caso es que estoy segura de que era culpa mía que lleváramos toda la tarde en un silencio denso y espeso, uno un tanto incómodo, pero no lo suficiente como para animarme a romperlo. Yo era consciente de que se estaba formando un malentendido, y que tú pensabas que yo estaba dando vueltas a cómo empezar a desgranar la tarea que me habías pedido, cuando en el fondo yo solo estaba teniendo un debate interno de esos que solía tener a veces cuando leía a un autor que era apabullantemente mejor que yo, discutiendo conmigo misma si sería capaz de volver a escribir.

En el fondo todo formaba parte del mismo proceso, el proceso de convencimiento, ese en el que llevabas trabajando meses y que empezaba a dar unos frutos que tú te morías de ganas por recoger. Eras como una hormiga negra, pequeña y silenciosa, trabajando sin descanso, pasando desapercibido; pero con un alma de cigarra que pugnaba por salir, porque llegara por fin el momento de tumbarse a la bartola y dar por inaugurado un verano sin responsabilidades.

Yo había decidido disfrutar del proceso, estaba retrasando lo máximo posible ese momento en que la balanza se daría la vuelta y las responsabilidades se proyectarían en mí. Hacía siglos que había tomado una decisión, pero era una que no quería tomar y estaba postergando lo inevitable hasta el infinito, disfrutando de las semillas que tú creías estar plantando. Sabía que se acercaba el momento de decirte que sí, pero esa tarde de principios de verano se parecía a una metáfora en la que quería vivir. Aceptar sería como empujar la primera pieza del dominó, y entonces desaparecería esa luz, y ese silencio denso, y toda esa paz que nos rodeaba, y tendríamos que empezar a hablar.

Con los pies fríos

Hace casi 365 días y como una premonición, pronosticamos para 2016 rarezas a borbotones. Y no nos equivocamos. Ha sido el año en el que he dejado de saber cuando camino hacia casa y cuando me alejo de ella. El año de los cambios en mayúsculas, del todo o nada, de la buena fe. El año en que nos gobernaron los fantasmas de la navidad pasada.

En cualquier caso, esta es la época del año en que todo eso se nos olvida. Dejamos atrás todos los puntos que la nostalgia de la última noche del año nos hará recuperar y nos centramos en meternos en el espíritu de la vuelta a casa; en algún sitio alguien debería instalar un reloj que marcara la cuenta atrás para Peñaherbosa.

Otra

Siempre he oído decir que es de admirar quien se crece ante la adversidad. Que el dolor, los obstáculos, nos hacen mejorar y fortalecernos. Creo que no es del todo cierto. No me echéis a los leones. Creo, y lo creo de verdad, que es la felicidad y la plenitud la que nos enseña más cosas. Que la serenidad, la ilusión, el equilibrio, nos otorgan el balance y la base que necesitamos para amortizar el aprendizaje. Las emociones grandes, inmensas, inabarcables, nos ciegan en cierta manera, nos enfocan tanto en ellas, que nos hacen olvidarnos de que hay algo más allá de donde nos encontramos. El dolor, el sufrimiento, los baches, tienen un poco de eso, de desmesura. Pero la felicidad sencilla, la de andar por casa, esa es otra cosa.