Los domingos son para el verano

Pensaba en esa tortilla de patata una vez al mes. Que tontería la verdad, porque ni siquiera era una buena tortilla. Pero si aparecía de vez en cuando, sin ton ni son, y se colaba en mi cabeza. Igual estaba sentada en la cama mirando al vacío intentando dormir y aparecía. O me visitaba mientras me lavaba los dientes después de comer y obligaba a reiniciarse a mi ciclo del hambre, siempre en constante funcionamiento, como un viejo lavavajillas en una casa con familia numerosa.

No era una tortilla jugosa pero tampoco seca, no especialmente sabrosa pero tampoco se podía decir que fuera insípida. Era una tortilla normal, sencilla. El epítome de lo clásico; huevo, cebolla y patata, las 3 cosas que más tarde desaparecían en una nevera a medio vaciar -eso y el medio limón-.

Siempre que pensaba en esa tortilla de patata le preguntaba por qué. Por qué le dedicaba tiempo.

Era una tortilla individual que había tomado sola, en una de esas cafeterías modernas que parecían hechas en serie, un día de sol y nubes de temperatura suave. Nada, absolutamente nada destacable había en esa experiencia. Ni siquiera recordaba qué hacía en esa cafetería o qué había hecho ese día antes o después de la tortilla. Pero mi cerebro seguía poniendo el foco sobre ella, así que no podía evitar preguntarme qué estaba intentando decirme.

Si, claro, reconozco que en los últimos tiempos ya empezaba a pensar que seguramente yo inconscientemente había hecho entrar a mi cabeza en ese absurdo bucle, como cuando coges miedo a situaciones completamente inofensivas por culpa de alguna película de serie B (mi primo creció temiendo a los ceniceros porque en alguna película mala alguien había recibido una brecha en la cabeza por culpa de un cenicero empleado como arma arrojadiza). Exacto, absurdo. Pero algo me decía que no. Y mi maldito instinto periodístico quería que indagara sobre ese recuerdo.

Estaba exprimiéndolo tanto, que la tortilla cada vez tenía mejor pinta. Y empezaba a crear historias a su alrededor que no tenían ninguna base real.

Por eso me reí aquel día cuando me invitaste a cenar y vi que habías hecho tortilla, porque había sido uno de esos días. Me costó un enfado por tu parte por pensar que me reía de ti, pero todo lo contrario. Me reía de mi misma, porque llevaba meses pensando en una tortilla de patata que nunca existió.

Fue al ver tu tortilla que recordé que en esa cafetería paré de camino al notario un lunes por la mañana, después de lo de mi madre. Y desayuné un bocadillo de jamón mientras leía en el periódico que alguien había cometido una falta de ortografía en la esquela, e ignoraba todos los mensajes que me esperaban en mi móvil apagado. El peor bocadillo de jamón que he tomado en mi vida. Ni rastro de las patatas y el huevo.

Deja un comentario