Los domingos son para el verano

Te dije que sí y una parte de mí vaticinó una catarsis. Estábamos bailando, la música sonaba con ese sonido estridente de los conciertos de pueblo, las luces creaban a nuestro alrededor una galaxia en medio de un agujero negro, un pueblo pequeño iluminado en la oscuridad de la noche. Habíamos tomado unas copas y me esperé saltos y gritos. Se me olvidó por un momento con quién estaba hablando. Dejaste de bailar y bajaste la copa que tenías en la mano. –“¿Estás segura?”. Yo asentí y tú sonreíste. Eso fue todo. Una mirada de determinación y emoción contenida, un paréntesis, después recogiste la copa y seguiste bailando. Y yo bailé contigo.

Había tomado ese tipo de decisión que iba a hacer que me abriera por dentro, y que podía tener consecuencias tremendas o tremendamente dramáticas. Iba a ser un proceso doloroso y largo, que iba a iniciar la caída del dominó, y no teníamos previsto cómo pararlo. Todas las consecuencias, fueran las que fuesen, iban a tener una repercusión exponencial en mí, y por extensión en ti, y admiré lo terco que eras y lo poco que te importaba. Íbamos a revolverlo todo y aun así querías subirte al carro, teniendo confianza aún en que tú y yo íbamos a salir indemnes de todo. Tu inocencia a veces me asustaba. Era una decisión, al fin y al cabo, y sería consecuente con ella. Dónde me llevaría aquello, no teníamos manera de saberlo, pero en tu cabeza me iba a llevar a ganar el siguiente Pullitzer y tu entusiasmo era contagioso.

Lo sentía por ti, en el fondo, por ti que eras el que iba a subirse en la montaña rusa de emociones en que aquello iba a convertirme, y por ti que eras quién iba a tener que sacarme del agujero si algún día me encontraba con un bache. Me daba miedo. Un miedo que me atenazaba si me paraba a pensarlo.

Me paré en seco, dejé de bailar y me fui buscando paz. No podíamos olvidar que llevaba siglos ignorando todo mi pasado, que había estado evitando las fotos y haciéndome pasar por otra cuando alguien me decía “yo a tí te conozco” –“que va, se ha debido equivocar”. El único sitio en el que me sentía en paz, y con la posibilidad de ser yo misma en todas mis formas, de encajar todas las piezas y ser el puzle completo, era esa bahía pequeña; y solo porque todos los que estaban ahí conocían la historia y no hacían preguntas.

Querías que escribiera sobre mi familia. Habías encontrado una foto en casa de tus abuelos un día cualquiera, y había despertado en ti esa bombilla de editor frustrado que llevabas a cuestas. 

Seguí andando hasta que llegué a mi casa y me metí en la cama, agotada. Por el camino me tropecé un arbusto de flores amarillas que ahora, en la oscuridad de la noche, parecía reírse de mí.

Los domingos son para el verano

Siendo sincera, tengo dudas de que el recuerdo que tengo de aquellos días se ajuste a la realidad de lo que verdaderamente fue. Peco mucho de esto, de tener una memoria creativa; a veces recuerdo con implacable nitidez cosas que ni siquiera ocurrieron, o desarrollo un recuerdo entero basado en una fotografía vieja y entiendo que eso ya me da el derecho a autoproclamarme presente en ese espacio tiempo. Todos tenemos defectos. Por eso no estoy segura de si mi memoria me engaña o no, pero no me preocupa, generalmente los escenarios que yo edito me satisfacen.

En todo caso, la luz era especial, difícil de imaginar. Era una luz suave de principios de verano, esa luz que parece diseñada para catapultar la belleza. Estábamos en un embarcadero de madera, y había cerveza. No tengo claro si el embarcadero daba al mar, o a un lago, pero había agua, porque la luz se reflejaba en ella. Por aquella época estaba leyendo algún libro que me tenía horas embobada reflexionando, no recuerdo cuál, pero vamos a pensar que algo pretencioso, por adornar.  El caso es que estoy segura de que era culpa mía que lleváramos toda la tarde en un silencio denso y espeso, uno un tanto incómodo, pero no lo suficiente como para animarme a romperlo. Yo era consciente de que se estaba formando un malentendido, y que tú pensabas que yo estaba dando vueltas a cómo empezar a desgranar la tarea que me habías pedido, cuando en el fondo yo solo estaba teniendo un debate interno de esos que solía tener a veces cuando leía a un autor que era apabullantemente mejor que yo, discutiendo conmigo misma si sería capaz de volver a escribir.

Yo había decidido disfrutar del proceso, estaba retrasando lo máximo posible ese momento en que la balanza se daría la vuelta y las responsabilidades se proyectarían en mí. Hacía siglos que había tomado una decisión, pero era una que no quería tomar y estaba postergando lo inevitable hasta el infinito, disfrutando de las semillas que tú creías estar plantando. Sabía que se acercaba el momento de decirte que sí, pero esa tarde de principios de verano se parecía a una metáfora en la que quería vivir. Aceptar sería como empujar la primera pieza del dominó, y entonces desaparecería esa luz, y ese silencio denso, y toda esa paz que nos rodeaba, y tendríamos que empezar a hablar.

Siendo sincera, tengo dudas de que el recuerdo que tengo de aquellos días se ajuste a la realidad de lo que verdaderamente fue. Peco mucho de esto, de tener una memoria creativa; a veces recuerdo con implacable nitidez cosas que ni siquiera ocurrieron, o desarrollo un recuerdo entero basado en una fotografía vieja y entiendo que eso ya me da el derecho a autoproclamarme presente en ese espacio tiempo. Todos tenemos defectos. Por eso no estoy segura de si mi memoria me engaña o no, pero no me preocupa, generalmente los escenarios que yo edito me satisfacen.

En todo caso, la luz era especial, difícil de imaginar. Era una luz suave de principios de verano, esa luz que parece diseñada para catapultar la belleza. Estábamos en un embarcadero de madera, y había cerveza. No tengo claro si el embarcadero daba al mar, o a un lago, pero había agua, porque la luz se reflejaba en ella. Por aquella época estaba leyendo algún libro que me tenía horas embobada reflexionando, no recuerdo cuál, pero vamos a pensar que algo pretencioso, por adornar.  El caso es que estoy segura de que era culpa mía que lleváramos toda la tarde en un silencio denso y espeso, uno un tanto incómodo, pero no lo suficiente como para animarme a romperlo. Yo era consciente de que se estaba formando un malentendido, y que tú pensabas que yo estaba dando vueltas a cómo empezar a desgranar la tarea que me habías pedido, cuando en el fondo yo solo estaba teniendo un debate interno de esos que solía tener a veces cuando leía a un autor que era apabullantemente mejor que yo, discutiendo conmigo misma si sería capaz de volver a escribir.

En el fondo todo formaba parte del mismo proceso, el proceso de convencimiento, ese en el que llevabas trabajando meses y que empezaba a dar unos frutos que tú te morías de ganas por recoger. Eras como una hormiga negra, pequeña y silenciosa, trabajando sin descanso, pasando desapercibido; pero con un alma de cigarra que pugnaba por salir, porque llegara por fin el momento de tumbarse a la bartola y dar por inaugurado un verano sin responsabilidades.

Yo había decidido disfrutar del proceso, estaba retrasando lo máximo posible ese momento en que la balanza se daría la vuelta y las responsabilidades se proyectarían en mí. Hacía siglos que había tomado una decisión, pero era una que no quería tomar y estaba postergando lo inevitable hasta el infinito, disfrutando de las semillas que tú creías estar plantando. Sabía que se acercaba el momento de decirte que sí, pero esa tarde de principios de verano se parecía a una metáfora en la que quería vivir. Aceptar sería como empujar la primera pieza del dominó, y entonces desaparecería esa luz, y ese silencio denso, y toda esa paz que nos rodeaba, y tendríamos que empezar a hablar.