Los domingos son para el verano (VI)

Nos conocimos hace innumerables veranos, ya no me acuerdo cuántos, pero sé que fue justo aquí. Y sé que llevabas un bañador rojo y yo un vestido blanco, y que me quitaste mi sombrero de paja y te lo pusiste dedicándome una de tus sonrisas de medio lado. Después me tiraste al agua.

Por fin he conseguido mi revancha. Te observo salir del agua riendo a carcajada limpia y noto esa sensación tan familiar que tengo siempre que estoy contigo, la sensación de estar en casa.

-«está te la concedo, rubia. Solo has tardado 8 años. Bien hecho».

Me río. Por supuesto tú te acuerdas de cuánto tiempo hace que nos conocemos. Porque tú te acuerdas de todo. Seguramente hasta sabrás que te dije antes de marcharte aquel verano. Y a pesar de todo aquí sigues. La parte de mi que se despidió de ti es la que más aborrezco de todas.

Me acerco al borde del embarcadero, me quito el vestido y salto al agua contigo. Esta fresca y se agradece el descanso con el calor que hace fuera. Con un ojo vigilo mis compras y con el otro controlo que no me hagas una aguadilla.

Flotamos un rato en el agua sin decir nada. Lo cierto es que en este pueblo hay muchas veces en que no hace falta llenar los silencios con palabras. El sonido del mar ya cubre ese trabajo. El Sol está ya en lo alto y, aunque parezca mentira, mi estómago me indica que es la hora de comer. Desde donde estás, oyes revolverse a mi tripa y sonríes.

– “Vamos, que seguro que mi abuela te invita a comer”.

Salimos del agua y subimos despacio la cuesta hasta casa de tus abuelos. Llevo las sandalias en la mano, mis pies agradecen el suelo de piedra. Elena nos saluda desde la ventana, con Martina en brazos. No me puedo creer que mis amigos hayan empezado ya a ser padres. Martina tiene unos muslos gordos y unos papos aún más grandes. Te observo de reojo mientras le devuelves la sonrisa y te noto algo nostálgico, como siempre que ves a Martina. Debe ser raro que tu ex novia tenga una hija con otra persona. La vida en los pueblos es curiosa. Me adelanto un poco y te cojo del brazo. Es absurdo, pero una parte de mí quiere marcar territorio. Me lanzas una mirada burlona y seguimos subiendo. Hace demasiado calor para tener prisa.

Casi arriba, nos cruzamos con tu abuelo que llega de marisquear. Mucho más ágil que nosotros, nos ha adelantado a mitad de cuesta. Es increíble la vitalidad que puede llegar a tener este hombre. Me da un beso y nos enseña lo que ha pescado. Mi estómago ya se empieza a anticipar a lo bien que vamos a comer.

La casa azul de tus abuelos no ha cambiado en todo este tiempo. Azul oscuro, con contraventanas blancas y esa enredadera de la ventana que tu abuela se empeña en conservar contra viento y marea, a pesar de que esté habitada por numerosos insectos que yo, personalmente, aborrezco. Parece que tu abuela les hubiera cogido cariño.

Me acerco a la cocina de leña para ver si puedo ayudar con la comida y como siempre tu abuela, con una olla en el fuego que parece perenne, rechaza mi ayuda. Me señala el cajón de los manteles y me pide que ponga la mesa al fresco; así que salgo al jardín y cubro la mesa de debajo de la higuera. Cuando termino corto un par de rosas y las pongo en un vaso para adornar la comida. Seguramente esta acción me salga cara cuando tu abuela las vea.

Vuelvo a entrar y te encuentro jugando a las cartas, en el mismo sitio en el que te encontré el primer día del segundo verano, cuando abrí la puerta con la determinación de quien tiene claro lo que quiere y me di de bruces con la realidad. Confieso que verte picar a tu abuelo mientras jugáis al chinchón me gusta más que encontrarme a Elena leyendo en el sofá. Pero también es verdad que aquel día aprendí que la vida no espera a que te decidas a tomar decisiones, y eso me ha enseñado a ser más ágil, lo cual agradezco.

– “Me da tiempo a jugar una?”.

 

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